El placer del anonimato
Imagen de cabecera: Grabado de la puerta de las orejas, Granada, hacia 1830.
En ocasiones me despierto con la tristeza de no haber nacido en el seno de una familia pudiente hace dos siglos. No para disfrutar de una vida resuelta, no para tener un extenso servicio que se preocupe de satisfacer cada una de mis necesidades, no para congeniar con la alta sociedad del momento, no para que mi nombre quede grabado en los libros de la historia por haber recibido un ilustre título heredado. No. La razón que me lleva a imaginarme en tal contexto es el disfrute que me daría poder observar cada una de las pintorescas ciudades del Romanticismo, cuando estas se comportaban aún como un ser heterogéneo pero de identidad propia, clara.
Identidad fruto de una lógica constructiva, local y, por qué no decirlo, también fruto de una coherencia estética.
Esas mañanas, mi tristeza empeora al recordar que bastantes compañeros de profesión se comportan como un niño pequeño que busca destacar cueste lo que cueste. Para conseguirlo, deciden hacer las cosas de un modo diferente. Vienen pisando fuerte para, una vez delante nuestra, bramar un alarido que llega a nublarnos la vista de lo ensordecedor que resulta. Si la familia de ese chiquillo es disciplinada y preocupada, será capaz de encaminar a ese pequeño, será capaz de entenderlo y hacerle ver cuáles son sus puntos fuertes sin necesidad de convertirle en una caricatura de sí mismo.
Sin embargo, si esa misma familia cuenta con una extensa prole que comparte el gusto por la originalidad, a los pobres padres les faltará la paciencia, el tiempo, y la energía de poder darles la educación que necesitan. Ese lugar que debiera llamarse hogar pasa a convertirse en un pequeño infierno.
¿Qué pasa si en lugar de ser un chiquillo, este individuo es un arquitecto con espíritu rompedor, buscador de la originalidad? Ya no es el hogar el que pasa a ser un infierno. Es la ciudad la que se llena de una contaminación visual fruto de no respetar unos cánones de orden, ritmo, materiales, y lógicas que se han formado con el paso de los siglos. Un crecido chiquillo, descarriado, que consigue destrozar todas esas normas propias de la localidad.
Se podrá defender esta actitud diciendo que se trata de mostrar un lenguaje propio, contemporáneo. «Ser coherentes con nuestro tiempo». Otros se justificaran diciendo que simplemente dialogan con el sitio, o que buscan generar un contraste.
A los primeros, me gustaría preguntarles amablemente si no nos damos cuenta de que hay materiales o formas compatibles con los lugares. Del mismo modo que un médico se preocupa de no recetarnos medicamentos que nos generen alergias, nosotros deberíamos preocuparnos de no irritar el paisaje urbano del entorno.
A los segundos, siempre y cuando estén realizando un diálogo real con el entorno -y de esto tenemos magníficos ejemplos-, les preguntaría si ya existen más proyectos que conversen con las preexistencias. En caso de que la respuesta sea negativa, la propuesta podrá enriquecer el lugar, ofreciéndole una sutil bocanada de contemporaneidad. Pero, si la respuesta es afirmativa, y ya existen proyectos contemporáneos que están dialogando con las preexistencias, ¿qué ocurrirá cuando existan más objetos contemporáneos que hayan difuminado el lenguaje tradicional? ¿Dónde quedará el diálogo? ¿Es legítimo, entonces, normalizar esta forma de intervenir en las ciudades, ya sea en sus cascos históricos o barrios aún por desarrollar?
Con esta tristeza, esta duda, y mi falta de experiencia, preferiré diseñar teniendo en cuenta el lenguaje propio del lugar, sin desvirtuar caprichosamente el legado que nos han dejado nuestros antepasados. Mi recompensa vendrá cuando pueda gozar del anonimato de una obra que no contamina visualmente su entorno, de modo que la gente corriente pasee sin percatarse de la novedad de la intervención, y el ojo ávido descubra nuestro tiempo a través de los detalles más sutiles.
Imágenes extraídas del libro «Pintoresca vieja Europa», de Rolf Müller.
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