Ética y estética
Cuadernos de viaje
La semana pasada, presentábamos la obra de The Lisbon Wireman (el sobrenombre de David Oliveira) comparando los trazos temblorosos de sus esculturas en el espacio con los de un cuaderno de dibujo, líneas de ideación, apuntes, acompasados con el traqueteo de un tren, o con un apoyo inestable, sobre un lienzo que lleva tanto tiempo como compañero de viaje que ha adoptado la forma del bolsillo.
El cuaderno, la libreta, un folio plegado -y vuelto a plegar-. No se trata de un salvavidas a la espera de que aparezca el numen o la musa, en cualquier lugar y sea necesario comenzar a dibujar, evadiéndonos del entorno como en esas películas que se detiene el tiempo y los sonidos de un bar ruidoso se atenúan. No. Es más bien un paracaídas, una anotación en un momento que consigue sorprender una idea, capturarla y suspenderla en el aire, hacerla real para que pueda seguir brotando. Es tan solo un semillero incansable, que debe siempre acompañarnos para evitar una sensación de vértigo sea cual sea el viaje.
Cualquier trabajo creativo necesita de un cuaderno -tal vez no sea un cuaderno- para sentir físicamente que las ideas tienen el suficiente peso como para existir, pero no tanto como para caer a plomo sobre un proyecto, sobre un lienzo o sobre un objeto físico. Un espacio temporal en el que la idea se vuelve maleable y puede seguir mutando, en el que todo está permitido y, si nunca sale de ahí, siempre se mantendrá en ese espacio. Un lugar común, simbiótico y simbólico, para que los pensamientos, anotaciones, dibujos, reciban y donen en un ciclo constante hasta escapar de ahí. Incluso después, cuando una idea ha evolucionado lo suficiente y ha terminado su construcción, sus raíces continúan encaramadas a las páginas de este espacio temporal.
Las líneas de Álvaro Siza, que escapan y hallan su suelo fértil en muros y paredes, o los precisos trazos ágiles de los croquis de Alberto Campo Baeza –que nos acompañó hace ya un par de años– son ejemplos de una ideación, un conocimiento de que lo que se dibuja es un proceso mental, no una figura, y que funciona como una cuestión para el próximo dibujo, o incluso para ese mismo. Los esbozos de Pablo Picasso o Diego de Velázquez son tan famosos y tienen tanto detalle como las obras finales a los que servían como ensayo, buscando afinar la puntería hasta el último momento, afilar el lápiz para conseguir que cada línea termine por ser definitiva y temporal a la vez, siempre aprendiendo.
Por eso el cuaderno es un objeto místico, etéreo, inmerso en un caos ordenado, personal, donde cada línea está marcada para siempre, imborrable, para recordar aquellas semillas que brotaron hasta convertirse en árboles, y dejar que aquellas que aún duermen bajo tierra nazcan en la página que lo deseen.