De un rango menos
Imagen de cabecera, «no title», Frieder Nake, 1967.
En matemáticas se define como matriz al conjunto de números o símbolos algebraicos colocados en líneas horizontales y verticales dispuestos en forma de rectángulo. Se trata de una unidad de información capaz de contener una cantidad finita de datos y que cuenta con su rango como una de las características principales (Número máximo de columnas que son linealmente independientes).
Así, encontramos matrices de diferentes rangos. Podemos recordar cómo las matrices podían asociarse al espacio en función de su rango. Matrices de rango dos que nos permiten reconocer espacios bidimensionales (X, e Y), o matrices de rango tres que nos permiten reconocer espacios tridimensionales (X, Y y Z), aunque en matemáticas pueden existir matrices hasta de rango infinito…
Haciendo nuevamente otro esfuerzo, podemos también bucear en nuestros recuerdos de secundaria y recordar que existían transformaciones de matrices que nos permitían alterar el rango de las mismas, siempre en orden descendente. Teniendo una matriz de rango 4, podemos operar para transformarla en la equivalente de rango 3, esta, a su vez, puede operarse para transformarla a su equivalente de rango 2. Sin embargo, en esta transformación decreciente siempre ocurre una cosa: Hay una pérdida de información.
Da igual cuánto queramos ajustarnos o cómo lo hagamos, la matriz resultado de disminuir el rango nunca podrá operarse de modo que se obtenga la original.
Donde comen 2, ¿comen 13?
Es en este contexto que nos ponemos a pensar ahora en nuestro campo, y nos llegamos a preguntar, ¿hemos llegado a un punto en el que estamos produciendo arquitectura de menos valor que la que se producía un siglo atrás? ¿Quienes son los culpables?
Parece que la respuesta a esta segunda pregunta nos la da el contexto: La «titulitis«. Aunque es una titulitis diferente, fruto de la preocupación de nuestros padres por tener un futuro mejor. Somos hijos de una época en la que se pensaba que por contar con un título universitario -fuera del campo que fuese, quizás unos con más facilidades que otros, pero todos siempre válidos- se iba a alcanzar una mejor vida. Se desprestigió así la formación profesional, y entonces llegamos a este punto en el que vemos como entre la falta de interés, y la presión de la economía, estamos en un momento en el que puede extinguirse la artesanía, aunque ese es mejor un tema que dejar para otro día.
Hoy queremos centrarnos en toda esa gran cantidad de hijos de la universidad, de nuestro campo, arquitectos y arquitectas, que han salido cada año para encontrarse un mundo que parece no ser capaz de darnos de comer a todos.
Al menos, eso es lo que parece, ¿se está reinventando?
¿Arquitectura de un rango menos?
Igual que esas matrices, parece que la forma en la que podemos intentar alimentarnos es bajando el «rango» de la arquitectura. Como no podemos construir, ¿por qué no entonces limitarnos a pensar y dejar esas reflexiones escritas? A priori hasta parece una opción que puede alimentar aún más esa cultura que tanto ansiamos. Puede ser hasta bueno. ¿Tiene alguna parte mala?
Cuando las matrices reducían su rango, siempre se perdía información. ¿Estamos presenciando algo similar en nuestro campo? Las obras quedan limitadas a la realidad del papel, que lo soporta todo. Podemos explorar conceptos y formas imposibles, alimentar nuestra cultura, pero siempre deberíamos hacer eso siendo conscientes de que hay algo de irreal en ello. De imposible. De mentira.
Porque la arquitectura que queda en el papel no puede experimentarse. No importa lo realista del render, o quizás lo que nos engañen las gafas de realidad virtual. Uno no va a llegar a sentir esos espacios hasta que se construyan, y sentir el espacio es lo que le da valor, intensidad, sentimiento.
Ante esta falta de realidad entonces nos vemos en la obligación de transmitir sensaciones con nuestras arquitecturas de un rango menos en el papel. Entramos de lleno al mundo del arte -o mejor dicho, de la publicidad-. Llegamos a ese momento en el que lo importante no es cómo se sienta ese espacio, sino que es mucho más importante el cómo venderlo.
Dinámicas de fast food, poca dedicación para entender los proyectos, y más horas destinadas a elegir la gama de colores y pinceles de Photoshop que a la propia reflexión que se hace sobre el lugar o el sitio. Al final esta en muchos casos no es más que una imagen con cierto afán de protagonismo que pretende conquistar al jurado por ser la más estruendosa -eso si, que al menos grite en los tonos del lugar-. ¡Pero eh! Eso está bien, porque por lo menos podremos seguir comiendo de estos concursos de ideas, aunque el festín sea una hamburguesa del Mc Donald’s por haber producido una arquitectura de purpurina y carente de profundidad.