La arquitectura industrial, en general, contiene en su forma y en su representación una desinhibición total de comportamientos arraigados en la sociedad y que responden a patrones heredados, ornamentales en según qué usos. Esta arquitectura, responde a procesos productivos más cercanos a una máquina de producción en serie a gran escala.
Por otra parte, Le Corbusier sufre una etapa llamada «maquinista», en la que entiende la arquitectura como una «máquina de habitar«, un artefacto que ha de proveer al habitante de los servicios necesarios para satisfacer sus necesidades diarias o puntuales. Las obras pertenecientes puramente a esta etapa, como la Maison Citrohän, tienden a la recepción y utilización de la tecnología más puntera del momento, como el automóvil o el avión, buscando la explotación en pos de la vida diaria del habitante.
Como Le Corbusier, otros arquitectos llevan a un extremo racionalista su arquitectura al descubrir las maravillas de la tecnología aplicada al uso civil. Con el tiempo, muchos de ellos comienzan a centrar sus esfuerzos en un desarrollo más cercano a la espiritualidad que a la satisfacción física, posiblemente motivados por el uso de esta tecnología como instrumentos de guerra.
Sin embargo, la Arquitectura productiva no responde a ninguno de los dos patrones. El racionalismo puro puede mejorar la velocidad y la eficiencia con la que se desarrolla la vida en un hogar, al igual que la espiritualidad casi litúrgica, que encontramos por ejemplo en Ronchamp, puede motivar al visitante hacia sensaciones fuera de cualquier escala.
Encontramos ejemplos, como las masificaciones de las ciudades tras la revolución industrial, o el «síndrome del edificio enfermo», donde la búsqueda de una productividad hace al trabajador caer rendido, provocando el efecto contrario.
La Arquitectura productiva trata de responder a un patrón en el que el habitante, visitante o trabajador se encuentre en un ambiente adecuado para el desarrollo de unas labores, mientras que estas se desarrollan del modo más eficiente posible.
Es por esto que el desarrollo de los espacios de trabajo, de los de ocio o de los mismos hogares no puede tender hacia una racionalización exhaustiva, ni tampoco hacia un espectáculo de fuegos artificiales, sino ofrecer un equilibro oportuno a la situación, que permita al individuo desarrollase y proyectar sus propias emociones sobre la arquitectura.