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Días Artificiales

Año 1780: Aimé Argand inventa el quinqué.

Año 1800: Humpry Davy descubre el arco voltaico de carbono en sus experimentos de electrolisis. Este efecto supera los 10.000 lúmenes -1.000 veces más luz que una vela-.

Año 1807: Se utiliza por primera vez el gas como iluminación pública en la calle Pall Mall de Londres.

Año 1826: Encendido por primera vez en España de una lámpara de gas en un laboratorio de Barcelona.

Año 1835: Se expone un sistema de iluminación eléctrico basado en bombillas a los ciudadanos de Dundee.

Año 1841: Se lleva a cabo el alumbrado público experimental de París mediante la iluminación por arco de carbono.

Año 1867: Alexandre-Edmon Becquerel muestra la primera lámpara fluorescente.

Año 1879: Thomas Edison y Joseph Wilson Swan patentan la lampara incandescente de hilo de carbono con una duración de 40 horas.

Año 1880: Thomas Edison optimiza su patente. Ahora dura 1500 horas y tiene una potencia de 16 vatios.

Año 1881: Comillas es la primera ciudad española en iluminarse con luz eléctrica mediante el arco de carbono.

Año 1885: Se inventa la «Camisa incandescente», que reaviva la llama de la iluminación mediante gas.

Año 1893: Nikola Tesla presenta sus ideas de iluminación a alta frecuencia e inalámbrica. Lo demuestra encendiendo un tubo de Geissler sin el uso de hilos.

Año 1901: Peter Cooper Hewitt muestra la lámpara de vapor mercurio.

Año 1926: Se patenta la lámpara fluorescente.

Año 1970: Se inventa la lámpara de vapor sodio, que se vuelve común para la iluminación pública a finales de los 80.

Año 1995: Shuji Nakamura inventa el LED azul y blanco, revolucionando una vez más el mundo de la iluminación.

Foto Satélite de Las Vegas de noche.

En un periodo de tiempo de algo más de 200 años, hemos perdido gradualmente uno de nuestros paisajes más hermosos, y que más ha significado para nosotros a lo largo de la historia. Se trata de nuestro cielo nocturno, cambiante conforme la tierra se mueve, mostrándonos otros faros de las islas de este mar que es el universo. El cielo fue fundamental, porque aprendimos a leerlo e interpretarlo, transformándolo en nuestro calendario de la vida. Mirando a las estrellas sabíamos orientarnos, predecíamos las migraciones de nuestras presas, plantábamos nuestros cultivos, y nos preparábamos para la próxima época fría.

Quizás esta situación en la que todo lo que conocíamos se lo debíamos al cielo, fomentó una relación especial con el mismo. Este quería mostrarse a nosotros como el manual de la vida que era, y eso no podía ser algo casual. Algún ser superior debía estar lanzándonos mensajes para que pudiéramos continuar con nuestro día a día, y teníamos que agradecérselo. Quizás así surgió esta relación espiritual con los astros que nos observaban.

Lo importante es que se produjo. El cielo dejó de ser meramente un calendario para convertirse también en una enciclopedia de leyendas y mitos. El saber de la humanidad se unía a la organización de la naturaleza. Aparecían las primeras constelaciones y la educación se ayudaba del mismo para transmitir el conocimiento.

Sin embargo este cielo no sólo sería objeto de buenas desdichas. Los mayores desastres que sufrió la humanidad ocurrirían después de que los Astros dictaran esas sentencias. Los cometas se convirtieron en un símbolo de hambrunas, peste o cambios de la sociedad que hacían peligrar al ser humano.

Negando la relación entre las desgracias y los astros, los primeros hombres comenzaron a cuestionarse la naturaleza de las estrellas. Cuando se consiguió abrir la puerta del método científico, esos centelleantes puntos que parecían guiarnos en nuestros primeros días, empezaron a hablarnos de la historia de nuestro universo, y entonces ese telón de fondo nocturno se transformó en un elemento de estudio para la ciencia, y un elemento ornamental y espiritual para el resto de la sociedad.

Los restos más antiguos de Homo Sapiens datan de hace 315.000 años. Podemos asegurar que desde entonces nos guiábamos gracias a las estrellas. En poco más de 200 años hemos sido capaces de eclipsar ese cielo que observábamos. Hemos transformado la noche de una atmósfera tenue y mágica a otra fantasmagórica, que se produce gracias al anaranjado halo de vapor sodio de nuestras ciudades. El problema no está en que necesitemos la iluminación nocturna de nuestros espacios públicos. El problema está en querer transformar la naturaleza de la noche, a día.

Caminamos por nuestras calles queriendo ver de la misma forma que cuando el sol calienta nuestra piel. Parece que queremos romper con la seducción de las sombras y el misticismo de lo difuso. Quizás, antes de que nuestras calles se llenen de alumbrado público con bombillas de LED, que nos permitan disfrutar de un paseo a la «luz del día» en horario de película erótica, deberíamos plantearnos el respetar el regalo de lo heterogéneo. Limitar los excesos puntuales de luz a zonas que de verdad lo requieran, e iluminar sutilmente el resto de espacios. Si aceptamos la oscuridad de la noche no sólo estaremos ganando en energía. Quizás estaremos ayudando a que esos halos anaranjados desaparezcan, y podamos reconciliarnos con las estrellas. Quizás nos demos la oportunidad de disfrutar de otras visiones de nuestras ciudades, transformando esa imagen estática de edificios iluminados artificial o naturalmente a un «GIF» en el que vemos el edificio en sus matices, desde su punto de máxima luz a su punto de máxima penumbra.

Si algo podemos observar de muchas grandes obras, es que parecen todavía más maravillosas gracias a establecer contrastes. Ayudemos pues a generar entornos más interesantes, rompamos esa homogeneidad lumínica, creemos una sinuosa red eléctrica que destaque los puntos donde realmente sucedan actividades a determinadas horas, y dejen descansar al resto de lugares.

¿Acaso no echamos de menos dormir con las persianas subidas para que nos despierten los rayos del Sol, cuando este esconde a las estrellas?

Imagen nocturna en Las Vegas.

Imagen de cabecera: Luz producida por lámparas de Vapor Sodio en una solitaria carretera.

 

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