La unidad en la variedad
y la variedad en la unidad
El hombre se entiende a sí mismo como un ser imperfecto, como un organismo que, pese a estar dotado de la razón y el entendimiento que le permiten situarse en la cima de la pirámide trófica, posee numerosas carencias y rasgos a mejorar. Precisamente por ello, por esa asumida autoconsciencia del error como parte de la naturaleza humana, los hombres y mujeres del mundo ambicionamos progresar, pulir aquellas imperfecciones que, en cierto modo, nos definen y particularizan a fin de alcanzar un modelo idealizado que la sociedad, como conjunto, ha terminado por crear.
Ante la evidente imposibilidad de lograr una meta que se antoja complicada, intentamos, en nuestro día a día, incluir situaciones, objetos o vivencias que rocen lo sublime, que se aproximen a lo puro y esencial, a aquello que no ha sido perturbado, desfigurado o negativamente modificado para, así, como por contagio u ósmosis, imbuirnos de una ‘redondez’ sólo presente en nuestros sueños que hará desaparecer los ‘quiebros y angulaciones’ de la rutinas que nos han tocado vivir.
La ciudad como globalidad y, en consecuencia, sus arquitecturas de uso frecuente –la oficina, la escuela, el centro comercial, el gimnasio o el parque al que acudimos los domingos para disfrutar de una tarde en familia– no son ajenos a estas exigencias; más al contrario, suelen ser foco de implacables críticas airadas cuando se alejan de la línea de diseño y concepto que consideramos adecuados y receptores de parabienes y loas cuando encajan en la imagen mental que hemos concebido de nuestro anhelo de realidad.
Algo similar ocurre con los materiales con los que esta escenografía habitada se construye. Los avances técnicos de los que disfruta la sociedad del nuevo milenio nos han llevado a asumir que la perfección ha de estar ligada inequívocamente a la homogeneidad y a la ausencia de singularidades.
A la identidad. A la copia. A la repetición exacta, la imitación y el calco.
Así, entendemos que una baldosa de porcelana es tanto mejor cuanto más se aproxime al constructo teórico colectivamente asumido de ‘baldosa ideal’, de manera que nuestro interés será que todas las placas que conformen un revestimiento sean tan similares como sea posible, no aceptando, por tanto, desconchón o defecto alguno y ansiando que todas ellas terminen por ser clónicas, indistinguibles unas de otras. Del mismo modo, un arañazo fortuito arruinará por completo una lámina de vidrio en una fachada o la carrocería de nuestro monovolumen.
Interpretamos, en definitiva, el defecto en nuestro entorno, en nuestra casa, en nuestras parcelas de cotidianeidad, como un reflejo de las taras y deficiencias propias, ésas que nos acompañan toda la vida y que son inherentes al ser humano; en consecuencia, luchamos por eliminarlo, por borrarlo, por hacerlo desaparecer para siempre.
Por erradicarlo.
Rebeldía: Proyectos a contracorriente
Existen, sin embargo, arquitecturas que aceptan la imperfección como motor de proyecto. Obras que asumen la heterogeneidad como una variable más de trabajo y que la ponen en práctica como herramienta creativa. Diseños que entienden que, del mismo modo que un lunar, una mueca o una nariz quebrada pueden dotar de un atractivo innegable a un rostro humano armonioso, similares particularidades pueden hacer de una pieza material un objeto único, especial y efímero y, por tanto, cargado de la belleza propia de aquello que es breve e irrepetible.
Muestra clara de esta forma alternativa de entender arquitectura y vida son, sin duda alguna, los ocho pabellones temporales que Antonio Jiménez Torrecillas diseñó en el año 2004 con motivo de la celebración del ‘Día Mundial de la Arquitectura’. Ubicados en zonas emblemáticas de las distintas capitales de provincia andaluzas, se trata de ‘objetos-mirador’ de doble percepción: en la distancia se entienden como cuerpos geométricos de naturaleza cartesiana, construidos en madera maciza, definidos por la perpendicularidad y los estrechamientos en su contorno y acompañados de ocasionales ventanas y huecos que, se adivina, tienen como finalidad enmarcar y aprehender diversas panorámicas urbanas del ámbito más inmediato. Una mirada más cercana, sin embargo, revela una realidad bien distinta: cada uno de estos ‘objetos-mirador’ se construye mediante el apilamiento y sucesión de incontables costillas-marco de aglomerado de tan sólo 10 centímetros de espesor y 19 milímetros de grosor. Dispuestas de manera consecutiva pero distanciadas entre sí escasos 3,5 milímetros, son, a la vez, estructura y cerramiento, interior y exterior.
El resultado de esta acumulación de identidades similares y distintas a la vez es un cuerpo continuo y, al mismo tiempo, constantemente interrumpido, en el que el aire y la luz exteriores se filtran por interminables rendijas que abarcan todo el espacio que la vista alcanza y que permiten al visitante sentirse un silencioso espía que, oculto, realiza un ‘Viaje al interior de un muro’ mientras la ciudad que lo rodea continúa, indiferente, con sus ciclos naturales.
Si bien cada uno de los pabellones varía con respecto a los demás, la concepción global de todos responde a un mismo esquema. El acceso se realiza de manera lateral, lo que permite al caminante, de golpe y tras realizar el obligado giro, encarar el trayecto en toda su dimensión y, así, asimilar la morfología del conjunto por completo sintiéndose tentado a recorrerla. El avance interior es lento y está plagado de pausas, pues es difícil no detenerse periódicamente para dejarse llevar por las imágenes casi estroboscópicas –como las de una grabación en la que se han suprimido demasiados fotogramas− provocadas por el movimiento de la masa urbana en su deambular en torno al extraño objeto.
Siguiendo el único camino posible, asomando de cuando en cuando la vista a través de alguna de las grietas que tamizan el mundo exterior y pisando siempre los cantos de las tablas, se llega a la estancia final, un patio a cielo abierto, una habitación sin techo pero dotada de una ventana sin hoja ni marco, que, tan sólo amueblada con un discreto banco, nos invita a descansar, a detener nuestras urgencias para, simplemente, tomar conciencia de nuestro propio ser. Es entonces cuando reflexionamos sobre algunas de las inscripciones que hemos leído en nuestro caminar.
‘El número total de costillas coincide con el de Arquitectos que trabajan en Andalucía, un total de 7216 repartidos a lo largo de las ocho provincias’.
Y es precisamente en ese momento, sentados con la luz del sur iluminándonos el rostro mientras respiramos el aroma de la madera tostada que aún desprenden los bordes del aglomerado, cuando recordamos las palabras que Umberto Eco pone en labios de Guillermo de Baskerville: ‘La belleza del Cosmos no procede sólo de la unidad en la variedad, sino también de la variedad en la unidad’.
Así que suspiramos, respiramos profundamente y meditamos. Y nos sentimos aliviados, pues hemos, finalmente, comprendido.
Sólo nos queda ya el viaje de vuelta. Incorporarnos y deshacer el camino andado. Un camino que, de nuevo, nos traslada al ruido y las prisas cotidianas. Un camino que, no obstante, encaramos ya transformados pues, aunque la experiencia ha sido efímera –como efímera fue la vida de los pabellones− está cargada de matices trascendentes, casi reveladores, que nos hacen abrazar una verdad que habrá de convertirse en epifanía: ‘El ser humano es imperfecto, cierto es, pero es precisamente de su imperfección de donde nace su belleza’.
Imágenes extraídas del dossier realizado por la Junta de Andalucía con motivo del ‘Día Mundial de la Arquitectura’, celebrado el 5 de Octubre de 2004.