"Cada vez que me enfrento a un nuevo proyecto de Arquitectura vuelvo a recordar las palabras de Le Corbusier, donde describía la sensación de ansia por conocer el lugar, por imaginarlo, o más bien por imaginar las sensaciones que transmitiría; en su primer viaje hacia la colina que posteriormente coronaría Notre-Dame-du-Haut, el arquitecto dibujaba a partir de las descripciones que había escuchado de la colina en su viejo cuaderno, impregnando el lugar y ese primer encuentro.
Esta impaciencia por percibir un lugar se traduce en un primer viaje en el que me acerco desprovisto de la indumentaria de registro habitual: Cámara, cintas métricas… A lo sumo un cuaderno y un pincel me acompañan. Todo se produce en un ambiente místico donde es importante reconocer el lugar como un habitante que recorre su entorno, disciplinado en su posición, pero valiente (y quizá un poco irresponsable), y en un absoluto silencio.
Tras el tiempo necesario, el lugar se muestra digno, complejo y, por qué no, bello. El paseo anónimo por el espacio lo dota de la dignidad que se merece al reconocer su cambio constante, su transformación que demuestra su existencia. Es entonces cuando el arquitecto se presenta, cuando es posible para mí comenzar a cartografiar el lugar, a plasmar todo lo que he comprendido y comprender lo que ni siquiera he sido capaz de percibir.
Sin embargo, ¿es entonces cuando comienza el proyecto? No. El proyecto nació mucho antes de mi paseo anónimo, o de escuchar la primera vez sobre este lugar. El proyecto nació con el lugar. Es hora de desvelarlo..."